León aparece a la hora del desayuno con una sonrisa enorme, da
los buenos días y pregunta si puede sentarse en la mesa donde desayunamos
varios compañeros y yo. En el Hostel Nómadas de la ciudad mexicana de Mérida
nos hemos juntado varios viajeros, tras habernos conocido en otra ciudad. En seguida se presenta y nos pregunta por nuestros respectivos países de
origen.
León es de Monterrey, informático, encargado de viajar por
todo el país revisando el sistema de una cadena de supermercados. Está muy
contento porque gracias a que lo han enviado a Mérida estos días, puede
encontrarse con su hermano que vive en el estado vecino de Campeche. México es un país enorme cuatro veces la superficie de España, no es tan fácil ver a tus seres queridos si vives en la otra punta.
Me doy cuenta de que habla inglés y le pregunto dónde lo aprendió. Me explica que vivió siete años en California. Tras dos intentos frustrados de cruzar la frontera, por fin a la tercera fue la vencida, y allí se quedó una temporada. He escuchado esta historia varias veces, no obstante, no pude preguntar más porque en todas esas ocasiones me encontraba viviendo en Estados Unidos, hablando con alguien que vivía ilegal allí, así que no preguntas más porque no quieres hacer sentir a la persona que te habla que está en peligro, bastante tienen con lo que sea que hizo parar entrar. Sin embargo, hoy estoy del otro lado de esa absurda línea que divide (¡encima¡ Ironías de la vida) un territorio que era parte de México, con alguien que ya no tiene nada que perder, así que decido que voy a preguntar hasta que me pare.
Me doy cuenta de que habla inglés y le pregunto dónde lo aprendió. Me explica que vivió siete años en California. Tras dos intentos frustrados de cruzar la frontera, por fin a la tercera fue la vencida, y allí se quedó una temporada. He escuchado esta historia varias veces, no obstante, no pude preguntar más porque en todas esas ocasiones me encontraba viviendo en Estados Unidos, hablando con alguien que vivía ilegal allí, así que no preguntas más porque no quieres hacer sentir a la persona que te habla que está en peligro, bastante tienen con lo que sea que hizo parar entrar. Sin embargo, hoy estoy del otro lado de esa absurda línea que divide (¡encima¡ Ironías de la vida) un territorio que era parte de México, con alguien que ya no tiene nada que perder, así que decido que voy a preguntar hasta que me pare.
Con cara de emoción, como quien está fascinado por la trama
de una película que vio ayer en el cine, nos explica que los “coyotes”, por
aquel entonces cobraban unos tres mil dólares por pasarte al otro lado. Para poder
conseguir este dinero con sueldos mexicanos tardas un lustro, así que a veces
dabas con coyotes que pertenecían a redes donde el dinero se le adelantaba a la
persona que intentaba colarse en Estados Unidos, con la condición de que luego
lo devolviera una vez empezara a trabajar allí, ya con sueldo estadounidense.
“Se pasa mucha calor, mucho cansancio, hueles fatal, y al
final, ya ven, justo en la frontera la policía nos vio, el pinche coyote salió
corriendo y nos quedamos allá tres más y yo, con la policía. Te preguntan
muchos datos sobre la persona que nos ha traído hasta allá pero realmente no
llegas a saber ni el nombre real del güey. Así que nada, nos deportaron a todos.”
En el segundo intento, pocos meses más tarde, consiguió
entrar y fue una vez dentro, caminando por la calle donde debía esperarle la
persona que tienen al otro lado esperándolos, que la policía lo vio. Otra vez
detenido y vuelta a México.
La tercera vez se dio muy poquito después, León nos contaba
que si dejaba pasar más tiempo se le acabaría la fuerza y las ganas, así que se
buscó a otro coyote distinto que le ofreció una estrategia que le hizo reír por
lo ridícula. El tema era el siguiente: debía cruzar caminando la frontera pero
la legal, la que está llena de policías que te piden tu pasaporte y tu visado,
debía ir caminando como si tuviera ese visado de verdad. Ponerse en la cola,
respirar hondo, actuar como si fuera legítimo lo que estaba haciendo. Una vez
que se fuera aproximando al control de la policía, debía moverse de una fila a
otra, distraído, como si no pasara nada. Es decir, la fila era sólo una en
realidad, al final había dos policías: uno a la derecha y otro a la izquierda.
La gente debía repartirse entre ambos agentes y entregar la documentación, a
unos les tocaría entregársela al poli de la derecha y a otros al de la
izquierda. Pues bien, él debía hacerle creer al de la derecha que le tocaba
irse con el poli de la izquierda, y al de la izquierda que le tocaba irse con
el de la derecha, sacar papeles distraído, leerlos, mirarlos, no mirar a
ninguno de los policías, sólo a sus papeles, ser astuto, ser ágil para quedarse
en una especie de limbo ahí en medio del que está delante de ti y del que está
detrás. Y rezar. Rezarle mucho a la Virgen de Guadalupe para que, mientras
permanecía mirando al suelo, mientras se guardaba los papeles como si ya se los
hubieran revisado, la impaciencia no lo venciera y no acelerara el paso, como
el que se siente que huye de algo, con esa culpabilidad escrita en la frente. O
con esa felicidad y esa risa que le podía dar al ver cómo se saltaba semejante
sistema de seguridad, así sin más. Y esto fue lo que ocurrió. “Yo pensaba que
saldría mal, no me lo creía pero tenía que intentarlo era mucho más fácil que
cruzarla como la había cruzado antes, no perdía nada por hacerlo así. Total, ya
me habían agarrados dos veces”.
Al entrar así, caminando, como si fuera legal, bien vestido,
sin la ropa hecha una mierda por el sudor de días agazapado y noches corriendo,
nadie lo miraba. El contacto al otro lado pasaba a recogerlo con total normalidad y
debían tener una conversación relajada, como si se conocieran. Aguantarse las ganas
de gritar -“malditos gringos, sois imbéciles” o algo así, supongo yo-, de
reírse a carcajadas; tragarse la perplejidad que te recorre el cuerpo cuando
algo que parecía imposible se da y te toca a ti vivirlo, y seguir un rato más
con esta persona en el coche sin levantar sospechas.
Estamos perplejos escuchándolo, ¿en serio? Madre mía ...
Le pregunto si sólo se quedó siete años porque finalmente lo
agarraron y me explica que no, que para nada, que jamás lo agarraron, se vino
porque ya había cumplido su propósito que era que sus tres hijas nacieran allí
para que el día de mañana, nos dice “quién sabe que pueda pasar en mi país,
¿verdad? Esto está lleno de corruptos, de cárteles de la droga, de
delincuencia. Yo quiero que mis hijas puedan decidir entre quedarse o irse a
otro lugar donde puedan vivir tranquilas, sin tener que vigilarse las espaldas
porque o te las vigilas acá, como en Michoacán ahora, que la cosa está bien
complicada, o te las vigilas allá porque eres ilegal. Yo hice todo el esfuerzo
para que ellas no lo tengan que hacer nunca, para que no tengan que cruzar esa
frontera con todas esas calamidades que yo pasé, para que no tengan que casarse
con alguien con quien no deseen casarse sólo por los papeles. Mis hijas son
ciudadanas estadounidenses, tienen pasaporte estadounidense pero están criadas acá, con nuestros valores, nuestra
comida y nuestra música, ¡tienen lo mejor de cada lugar!”, y se ríe.
Nos narra la historia de cómo trabajó como instalador
eléctrico durante siete largos años. Le pregunto por el número de la seguridad
social, que no tienen nada que ver con el nuestro de España, digamos que es el
documento nacional de identidad. Es un número único necesario para contratarte
en cualquier lugar que a mí, desde luego, siempre me pidieron. Me explica que el suyo era falso y que nadie nunca lo
revisa. Me explica el procedimiento y, realmente, es bastante tonto, o sea, tienes que tener
este número para trabajar, sin embargo, una vez que lo presentas, nadie
comprueba si es real, entre otras cosas porque al ser mexicano te van a pagar
menos y al empleador eso le beneficia. Se imagina que es muy posible que seas
ilegal y no le importa porque sabe que te puede pagar menos que a un
estadounidense. “Luego quizás vote a Donald Trump, pero cuando llega la hora de
ajustar sus cuentas, le conviene no comprobar si eres legal o no”.
Así que León se pasó todos esos años viviendo con su novia,
teniendo hijos, arreglando incidencias eléctricas aquí y allá, y hasta haciendo
declaración de la renta, en la que, por cierto, siempre le salía a devolver. ¡¿Quéeeeee?!
Sí, son departamentos separados, el de los impuestos y el de inmigración, no “salta”
en el sistema que los impuestos de esa persona son impuestos de un sinpapeles,
no “canta” nada a menos que investiguen a alguien en concreto, así que… Yo lo
escucho y me suena a chiste, a chiste de los buenos. A una ironía que me
divierte y me encanta. Me río mucho con él, con su forma de contarlo, como si
hubiera sido divertido y seguro que no lo fue tanto mientras le sudaba y
temblaba todo el cuerpo en esa cola, esperando a ver si su estrategia
funcionaba; seguro que no lo fue tanto cuando aquel coyote se largó y lo dejó
allí, sin hablar ni papa de inglés, con un policía que no sé cómo lo trataría,
quiero imaginarme que bien pero… pienso muchas cosas, imagino otras muchas.
Aunque no le pregunto más porque en realidad no importa, lo que importa es esa
fuerza, esa constancia, esa sonrisa con la que seguro que trabajó allí, la
sonrisa de un hombre trabajador que no le hace mal a nadie y que ahora respira
tranquilo porque, como él dice, sus hijas “ya son libres. Libres para siempre”.