martes, 14 de marzo de 2017

UNA GENERACIÓN DE EXTRAÑOS



Nací en el año 79 (aunque, como todos sabemos, aparento ser del 2002 aprox), pertenezco a una generación de hijos con padres que no sabían que a los hijos se les debía enseñar un tipo de amor, el amor propio; un tipo de conocimiento, el autoconocimiento. No sabían que debían animarnos a hacer lo que nos hiciera felices, sino lo que nos hiciera tener una mejor vida que la de ellos. Nuestros padres, créetelo, lo hicieron lo mejor que pudieron.

Ellos sabían de un amor que era a su manera, que consistía en abrigarnos, en hacernos de comer, en recordarnos que había que compartir y que había que dar los buenos días a los vecinos al salir de casa. Y, por supuesto, a ninguno se le ocurría ir a montarle un numerito a la maestra.

“Papá, mamá, es que considero que esta asignatura no tiene nada que aportarme a mi crecimiento ni profesional ni personal”. No, esto no lo decíamos. La escuela era la que era, no había escuelas activas, ni escuelas libres, no había más que las escuelas religiosas donde se rezaba el ángelus y las otras en las que no. Punto. La metodología era la misma en ambas y no se cuestionaba. No había Facebook con sus posts llenos de consejos para padres del tipo “8 cosas que no debes decirle a tus hijos nunca”.

Nosotros íbamos al cole, al instituto y hasta a la universidad, como ellos, por inercia. Ellos se casaban porque tocaba, por inercia, y parían porque así iba el tema. ¿Estoy diciendo que no nos quisieran o no nos quieran? No, estoy diciendo que no se cuestionaba mucho más, que funcionábamos andando hacia adelante todos, sin más, en una fila imaginaria, una línea recta hasta la victoria: un trabajo fijo, casarnos con alguien de provecho y tener hijos.

“Mamá, considero que el guantazo que me has dado es un abuso de poder lleno de agresividad injustificada”. No, esto tampoco lo decíamos.

Hay gente de mi generación con estudios en trabajos mal pagados, y si son trabajos bien pagados, normalmente es haciendo algo distinto de aquello para lo que estudiaron. También hay quien nunca estudió, claro, o estudió menos de lo que quería y ahora, gracias a sus hijos, se da cuenta de que el creer que no valía para estudiar venía de esa frase de sus padres de “esta niña es que no vale pa estudiar”, ya que en aquella época aún era normal que a unos padres les pareciera que una niña no tenía que ser tan letrada como un hijo varón. No creíamos en nuestro potencial, no sabíamos que teníamos aptitudes para campos en los que nos hubiéramos desenvuelto como pez en el agua.

En mi generación, esa que tardaba varios segundos en marcar un número de teléfono con nueves y ceros porque eran los últimos dígitos en la ruedecita, hay mucha gente que ahora se siente perdida porque nunca supimos que podíamos elegir qué queríamos ser de mayor, pero de verdad, de corazón. No sabíamos quiénes éramos, las opciones para ello estaban bastante capadas, éramos extraños para nosotros mismos, nos movíamos porque la fila en la que estábamos se movía. Tampoco teníamos acceso a la información, no había orientadores, todo era tan rápido, de repente había que decidir qué estudiar y ni habíamos salido del pueblo, daba miedo hacerlo. Entrábamos en las carreras sin saber ni a qué íbamos con argumentos del tipo “es que los economistas ganan una pasta, tía”, y hala, a hacer Economía.

Recuerdo con 23 años, en plena crisis, terminando los últimos exámenes de mi carrera, decirle a mi prima llorando que mis padres no sabían quién era yo ni las cosas que para mí eran importantes, que yo era una extraña que, simplemente, compartía casa con ellos”. Recuerdo su cara de “¿pero qué me estás contando?” Recuerdo sus palabras en la línea de “pero si nos han dado un hogar y nunca nos ha faltado nada". Yo le estaba hablando en chino mandarín.

En mi primer viaje sola hace un año, me fui a Escocia. Cuando me puse a hablar con mis compañeros de habitación del hostel donde me quedaba descubrí que el 70% eran jóvenes de 18-19 años cuyos padres les habían dado dinero para que recorrieran Europa durante un año o, al menos, durante bastantes meses. El motivo era que al terminar el instituto se habían dado cuenta de que con 18 años no sabes qué quieres hacer si no has visto mundo, el compromiso de una carrera es demasiado grande y los padres lo saben, prefieren que viajen y vean, que VIVAN y después decidan, porque saben que así tendrán más posibilidades de hacer algo que les guste. Nuestros padres… no tenían ese poder económico. Y si hubiera sido así, dudo mucho que hubieran creído en la teoría de que viajando solo, viendo mundo, uno se conoce más a sí mismo.

Somos una generación jodida que ahora está conociéndose a sí misma, reclamando espacios legítimos para practicar hobbies que no sabía que tenía, detectando micromachismos en los que nunca había caído, reencontrándose con inquietudes que dejó a un lado por falta de apoyo familiar, aprendiendo a hacer Power Points, o a usar el Excel en el trabajo, al mismo tiempo que pone cualquier cosa a hacerse en la Termo Mix rápido y veloz porque tiene que recoger a los niños del inglés, mientras se pregunta qué cojones es eso de la tecnología 4G e intenta cultivar la autoestima de sus hijos, para no repetir la misma historia. Estamos a caballo entre dos mundos. Ah, y ahora ya no nos valen las carreras que estudiamos porque es que hace años que hay que hacer un máster al terminar. Y eso, ¿a qué hora se hace? ¿y con qué dinero?

En estos últimos 5 años he probado muchas cosas para averiguar quién era yo y qué era lo que yo quería ser de mayor, siendo ya mayor…

He hecho coaching. Es genial, me dio el impulso que necesitaba, fue el comienzo de todo esto en realidad, todo nació ahí, pero ojo, porque a veces hay mucha falta de sinceridad en quién te anima a comprometerte contigo mismo a cosas que ni él mismo cumple. Mucho larala y muy poco lerele. Recuerda que son humanos, como tú. No son máquinas perfectas.

He hecho (y hago) yoga y meditación, me he relacionado y me relaciono con mucha gente de ese ambiente espiritual. Cuidado, hay mucho “yo sí sé la forma correcta de vivir”=más larala, grandes cantidades de ego y juicios de valor. Lo mismo: buscas maestros y encuentras humanos…

He sido voluntaria en un refugio y en un santuario de animales de granja. Además de gente estupenda, me he encontrado con humanos que odiaban a los humanos, y yo no creo que así se pueda ni se deba luchar por los derechos de los animales. Los animales no merecen ser el parche a nuestros problemas.

Me he permitido el lujo de dedicar tiempo a todo lo que me gustaba de pequeña/joven y siempre me dio vergüenza y/o miedo, como bailar o patinar.

He hablado durante horas de este tema con amigos de mi generación, tan perdidos como yo.
Y después de todo esto, en un arranque de desapego total, de lo material y lo emocional, me he ido a la otra parte del mundo con tres mudas en la mochila y allí lo he visto claro. Sin embargo, no hubiera llegado a verlo sin todo lo anterior, todo sumó.

Cuando éramos pequeños comíamos gluten, gusanitos, lácteos y panteras rosas rebosando azúcar de dos en dos, y sobrevivimos. Y aquí estamos, poniéndonos al día, aprendiendo a vernos bien frente al espejo con nuestras pequeñas arruguitas y nuestras canas, acercándonos a los 40 o quizás pasándolos ya, sin entender cómo hemos llegado aquí si hace dos días teníamos 27; entendiendo que sí valíamos para estudiar y hasta abriéndonos una cuenta en el Instagram, ¡la red de los adolescentes, dicen! Somos unos supervivientes así que, ya que hemos llegado vivos aquí, ¿por qué no hacemos de ahora en adelante lo que nos dé la gana de una puñetera vez sin sentirnos culpables por ello?

domingo, 8 de enero de 2017

LO UNILATERAL ESCUECE



Sí, está claro que el ser humano es libre de decidir cuando ya no le divierte un amigo, ya no le aporta un familiar o ya no le excita alguien. No sólo es que sea libre de ello, es que, por favor, sintámonos siempre libres para poner espacio a quien ya no nos suma, porque si nos resta, da igual, incluso si es sangre de nuestra sangre. Tenemos esa libertad, como digo, y bendita libertad que, unilateralmente, nos permite poner distancia, a veces progresivamente, a veces de golpe y porrazo. Esto es salud, esto forma parte de quererse a uno mismo, protegerse de lo que no nos hace bien o simplemente de quien nos ocupa un tiempo precioso que ahora mismo preferimos tener para otros menesteres u otras personas.

Sin embargo, al otro lado de esa unilateralidad el cuento es otro, ¿verdad? Parece que no venimos equipados para estar a ambos lados, sólo en uno, pues cuando somos nosotros los que sobramos, el dolor es intenso, nuestra empatía desaparece cuando nos toca ser áquel del que alguien prescinde. Y en realidad lo que sucede es que deberíamos plantearnos si comprometerse a querer tener los mismos amigos y la misma pareja para siempre es algo viable. ¿Por qué no empezamos por aquí? ¿Por qué no vamos primero a lo más simple? Somos mortales, no somos eternos, ¿por qué exigimos eternidad en los sentimientos y en las ganas? Si no sabemos qué nos apetecerá mañana de almorzar, ¿cómo vamos a tener el compromiso de que nos apetezcan las mismas personas siempre?

Y claro, al empezar al revés, al no empezar por lo que es el principio de lo más básico, por nuestra innegable volatilidad, salta ese mecanismo de defensa tan conocido: culpabilizar, “mira lo que he me ha hecho”, “cómo se está portando”. Soltamos este tipo de frases a alguien que nos escucha asintiendo con la cabeza, apoyando nuestro rencor, alimentando ese sentimiento de que la otra parte está siendo injusta. Así hablamos, llenos de desconcierto por lo ocurrido. Sin embargo, no hay nada de injusto en que alguien quiera pasar poco tiempo con nosotros, o prescindir directamente de nuestra compañía, porque es que se da la circunstancia de que nosotros, los “relegados”, ya hemos estado al otro lado, cortando cordones umbilicales. Descartar es tan humano como cualquier otra característica, somos esto también, por tanto, ¿cómo vamos a culpabilizar a los otros de ser tan humanos como nosotros?

Debería ser normal no comprometerse, debería ser normal decirle a tu padre, a tu pareja, a un amigo “oye, te quiero en mi vida pero hoy, porque mañana igual hemos ido creciendo cada uno en una dirección y no tenemos nada en común, igual lo que tendremos en común son un montón de años vividos juntos y mucho cariño”. Y, lamentablemente, los años y el cariño no siempre son suficientes para querer vernos cada día, o cada semana, o cada mes. Creo que las personas sufriríamos menos si aceptáramos que evolucionamos. Es normal que las personas que elegimos con 12 años no sean las que elegirías ahora, y si hablamos de familia, fíjate que locura, porque ahí sí que no elegimos nada. 

Tal vez lo que necesitamos no es hablar de nuestra pesadumbre buscando en nuestro interlocutor que nos dé la razón, porque la razón no existe, ¿qué razón es ésa? Existen las ganas que a veces están y otras ya no. Tal vez lo que necesitamos es silencio, coger un boli y escribir el nombre de todas esas personas a las que les hemos dado esquinazo, revivir ese alivio que sentimos al hacerlo. Hacer el duelo con una normalidad inusitada, sin dramas, entendiendo que somos un vaivén de vidas, que nos cruzamos y nos descruzamos, y que se vale decir adiós.